Disponerse
a escribir sobre las esculturas de Miguel Ángel Rodríguez obliga a un necesario
ejercicio de humildad, a reconocer la pobreza del lenguaje de quien, puesto a
opinar sobre una materia que lo atraviesa visceralmente pero que debe formular
con apego a las fórmulas de la crítica, señala hacia una región del arte
—escultura, en este caso— con el mismo impreciso gesto con que le indicamos a
un paseante el camino hacia una esquina distante.
Señales,
trozos de la infancia de todos los hombres, los íconos de la cultura de masas
desnudos en su inocente perversidad, tales son los asuntos de la obra de Miguel
Ángel Rodríguez. O, para decirlo de un modo más ajustado, sus pretextos. Porque
por debajo de la bucólica imagen de ese juguete que arrastramos por los
sombreados caminos de todas las siestas del país de la memoria, asoma,
inquietante la lucha contra la materia. Tal vez el arte no sea otra cosa que
ese combate interminable, con seguro pronóstico de derrota, pero que no podemos
eludir sino al precio de negar nuestra humanidad.
Rodríguez
se apropia del bronce, del aluminio, del quebracho, de la resina, de la soja, y
en ese gesto desautomatiza nuestra mirada levantando el velo del lenguaje y de
la costumbre, restituyendo las huellas de lo primigenio estampadas en el
pliegue del metal, el nudo de la madera o la rebelde irregularidad de las
semillas. Por debajo, y quizás por encima, de la mirada crítica sobre los
muñecos de Disney o las semillas de las multinacionales sojeras, es en este
movimiento de denuncia de lo cotidiano donde emerge la dimensión fundamental de
estas piezas de Miguel Ángel Rodríguez: la política.
Otra vez:
sólo el arte puede darnos la dimensión de esta crisis y sólo algunos artistas
pueden exponerlo. Para nuestra fortuna, Rodríguez es uno de ellos.
Héctor Kohen
Historiador de cine
Septiembre de 2007
Buenos Aires
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